Despertar, apagar la alarma, negarse a dejar la cama pero hacerlo de todas formas, limpiarle la arena al gato, sacar a pasear al perro, comer el desayuno, arreglarse, salir a la calle, trabajar
vivir cada día como todos los días, con sus pequeñas variaciones, con sus sorpresas y sus sinsabores y sus emociones buenas o malas o tristes o alegres
ser una persona normal, ser una persona entre millones, ser una persona cuya voz se escucha apenas en una habitación cerrada porque los grandes espacios abiertos han quedado lejos y no se sabe llegar a ellos
ser una persona que viene y va sin que le importe mucho a nadie más que a un puñado de gente igual a uno
sentarse de pronto a mirar y escuchar y darse cuenta de que todo alrededor se desbarata de alguna manera que es más cruel y más intensa que la manera en que el tiempo de por sí lo descompone todo
sentarse a escuchar palabras de duda
mirar el sosiego que se aleja
voltear a un lado y a otro
preguntarse qué
preguntarse cómo
preguntarse cuándo y no saber
no tener respuesta alguna porque en realidad no hay razón evidente, por lo menos no a los ojos pequeños de un ordinario individuo que vive una vida común con horarios de todos los días y rutas familiares y comidas habituales y lugares frecuentes
un individuo que ahora no sabe cuál debe ser su siguiente paso, en qué dirección moverse o si quedarse quieto, quizás cerrar los ojos o ver hacia otro lado, quizás ignorar las voces, las de afuera
todas esas voces que se superponen y se contraponen y se contradicen las unas a las otras como en una burla que sólo genera ruido
un ruido sordo que ciega y borra los caminos
quizás todos menos uno, ese camino que lleva al interior
el camino al fondo del ser que se es sin los otros
el ser que imagina encontrarse a sí mismo y cree entender lo que pasa y comienza a pensar que en realidad siempre supo
comienza a pensar que esa intuición oculta en su pecho es nada menos que el pulso de la savia dirigiéndolo a su sino.
Y que sí, que si tuviera el valor, sólo haría falta decidirse a seguirlo.