Sus patas estaban en el aire. Así las encontré: todas torcidas y tiesas. De inmediato supe que estaba muerta. Pero, ¿cómo había llegado allí? Eso quizás jamás podría explicármelo, y es, entre otras, una de las cosas que me aterra de las arañas: nunca se sabe de dónde salen, ni dónde pueden aparecerse. De pronto ya las tienes ahí, frente a los ojos. Pareciera que todo el tiempo están vigilándote desde sus oscuras esquinas, listas para salir al ataque, para perseguirte adonde vayas, desplazándose veloces sobre sus ocho extremidades. Pero esta araña no iba a seguirme a ningún lado, porque desde que la encontré ya estaba así, patas pa’arriba, muerta.
De todas formas, la pisé. Porque no puedo controlar esta aversión, este instinto. La pisé y grité y le salté encima y hasta acabé agarrándola a escobazos. Después fui a buscar un pañuelo desechable para recoger de mi piso su arácnido cadáver. Ya que la tuve envuelta en aquél suave féretro, me dirigía yo hacia el bote de basura cuando empecé a sentir una especie de cosquilla a la altura del tobillo, comezón tras las orejas, y un hormigueo en la espalda. Todas éstas, sensaciones que me invaden siempre que tengo un encuentro cercano con un insecto.
“No se te pudo haber subido”, me dije, “está atrapada en esta bola de papel y, por si eso fuera poco, está bien muerta”. Pero el cosquilleo persistía; lo que es más, podía notarlo trepando por mi pierna. Iba a voltear a verme, sentí el impulso de sacudir mi pantorrilla con la mano libre, la mano en la que no traía el pañuelo hecho bolas, el pañuelo que encerraba el cuerpo inerte —de eso no cabía duda— de aquella araña que había irrumpido en mi día.
Decidí no caer en esas tentaciones. “Basta de ceder ante tus manías”, me recriminé, “tienes que usar la razón. La araña está muerta. Aquí la traes, en el puño”. Pero el cosquilleo no cesaba, iba más allá de la rodilla, casi a medio muslo. Apreté la mano con saña, quise sentir el crujido al interior del papel, corroborar mi posesión del cuerpo de la araña, mi posición de poder frente a su relativa pequeñez.
Nada tronó, nada crujió allí dentro. En cambio, el cosquilleo había trepado hasta mi hombro. Terminé por desenvolver el pañuelo. Lo sacudí con fuerza, segura de que vería a la araña caer al piso, por supuesto, muerta. Porque no podía ser de otra manera. Aún así, ahora era en el cuello donde sentía el cosquilleo como ocho diminutos puntos de contacto que no paraban de moverse sobre mí, de acercarse cada vez más a mi cara.
No fui capaz de esperar a voltear al suelo y constatar que allí estuviera la araña. Corrí al espejo, tenía que verme, confirmarlo con mis propios ojos, que eso que sentía ahora sobre la mejilla no era más que una ilusión creada por mi mente, alimentada por mi fobia.
Pero no alcancé a llegar al espejo, porque en mi campo de visión entró una delgada línea negra que no podía ser otra cosa que…
Antes de que terminara de formular el pensamiento, mis manos ya estaban sobre mi cara, rascando, sacudiendo, golpeando. Entonces oí a mi gato. A su maullido le siguió el chasquido que hace con la lengua cuando recoge un insecto del piso y se lo está comiendo.
Me puse de cuclillas frente a él, y pensé: “¿Qué comes, minino?” Él, como si leyera mi mente, regurgitó al arácnido a mis pies. “¡Gracias, gatito, gracias!”, suspiré llena de alivio.
Recogí el pañuelo y volví a usarlo para alzar a la araña del piso. Esta vez opté por echarla al escusado, para mayor seguridad. En el baño, por fin frente al espejo, revisé mi cara. Noté un par de rasguños y algunas marcas rojas. Me dio algo de gracia mezclada con vergüenza. Di media vuelta y me alejé de mi reflejo que se reía conmigo de mí misma. Prometí no volver a dejarme ganar por este miedo irracional a las arañas.
Sin embargo, cuando cerré la puerta del baño, comencé a sentir un cosquilleo trepando por mi pierna...