Una cuartilla perdida, una página que se esconde en las repisas, quizás, dentro de un cuaderno, tal vez, acurrucada al interior de un libro.
Una hoja de papel, no recuerdo ya si blanca o a rayas; no recuerdo ya si arrancada de una libreta, o proveniente de un grueso tomo empastado.
Delgada, como casi todas; rectángulo depositario de algún tipo de lenguaje, de algún tipo de mensaje.
¿Qué fue lo que allí leí?, me pregunto mientras muevo, barajo y trastabillo entre carpetas, portafolios y fólders.
¿Qué es lo que estoy buscando? Una idea, un sentimiento, emociones, recuerdos, vivencias; mías, ajenas, inventadas, verdaderas.
La casa se fue llenando de papeles que ahora no sé dónde pudieron haber estado guardados, cómo fue que alguna vez los tuve contenidos, a qué rincón pertenecieron, qué remota esquina pudo haberles provisto un hogar.
De pronto me vi inmersa en un mar de papiro cuya corriente me arrastró por quién sabe cuántas horas. Para cuando mi cabeza emergió de entre la espuma danzante de los folios, el reloj de la pared había dejado atrás el mediodía desde hacía un muy buen rato. La mañana se había esfumado con rumbo al mismo sitio que esas páginas en cuya búsqueda yo misma me había extraviado aquel día, desde temprano.
El sol amenazaba con retirarse, dar fin a esa jornada, y arrebatarme de plano la poca luz que todavía me permitía distinguir ciertas siluetas, unas cuantas formas. Las sombras de la tarde se aparecían por aquí y por allá, guasonas, desorientando mi mirada, engañando mis pasos, despistando mi conciencia ya de por sí apabullada.
Una contundente palabra brotó de pronto en mi cabeza con la promesa de ser lo que yo tanto buscaba.
La palabra “flor”. ¡Sí, eso era lo que quería encontrar! La flor, ese capullo de altivez; soberbio retoño de todo lo que me es preciado en esta vida.
No dudé más. Sabía perfectamente dónde la encontraría. Su lugar exacto en el librero. El número de página en que la hallaría.
La admiré por un minuto, tan regia como siempre. Se encontraba de pie tras su biombo; en el mismo rincón del diminuto planeta, el pequeño asteroide que ella habita desde el principio de los tiempos. Ese sitio que es todo suyo, aunque a veces me gusta pensar que lo comparte conmigo.
Luego me llegó el impulso, la imperiosa necesidad que nunca falla en mostrar su amarga cara: quise tocarla, quise rozar su hombro para hacerla voltear y saludarla. ¡Mi bella flor! ¿Me habría extrañado acaso?
Mi mano se movió en un reflejo incontrolable, y tras ella me fui yo, en cuerpo y alma enteros.
Pero, ¡lo había olvidado!, la puerta hacia el jardín permanecía cerrada; la llave, perdida. La última vez que estuve aquí, hace tanto tiempo, esa llave descansaba en una alta mesa de cristal, y yo venía siguiendo a un conejo blanco al que nunca le di alcance. ¿Dónde se habría metido ese conejo?
La oscuridad era ahora total y la vista comenzó a fallarme. No distinguía más que bultos negros de tamaños diversos. Un intenso escalofrío me recorrió completa. Entonces fue que recordé: no siempre se necesitan los ojos para ver.
Despacio, ya sin prisa, dejé caer los párpados para apagar mi mirada. Sentí mi cuerpo flotar, y me dejé llevar hacia una estrella, hasta una isla en donde el tiempo no pasa, los niños no crecen, y las sirenas cantan.
Quizás allí, pensé mientras viajaba, finalmente encuentre una entrada.
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