Lo que queda cuando se acaban las vacaciones de fin de año es el principio del año que viene. No importa el día, si es el que va señalado con el número uno o con el diez, porque lo que realmente marca el inicio de lo nuevo es el final de lo previo.
El hoy no se termina hasta que me voy a la cama, por más que el reloj diga que a partir de las 12 ya es mañana.
Si el gallo canta, pero mi cuerpo no se levanta, la noche no se acaba: a los ojos que yacen cerrados no entra el alba.
Y así, yo apenas voy despertando al 2016 que para algunos ya habrá comenzado y para otros todavía tarda en llegar.
A mis espaldas ya no brillan las luces del pino con su pico de estrella. El café de la cena ya no tiene sabor a rompope o canela, y el especial del desayuno ya no incluye chocolate con menta.
Los listones y los papeles de colores se fueron hace días en el camión de la basura, y las cosas que se estrenaron han sufrido sus primeros raspones.
Los despertadores vuelven a sonar temprano y en la calle los niños pululan de nuevo en su camino a la escuela.
Para mí este año ha comenzado en un lunes, el lunes 4. Maletas, aeropuerto, camino de ida y de vuelta. Entrar a una casa con todo tirado. No he hecho limpieza en 15 días; hay que empezar por desempolvar el espacio.
Abro el cuaderno y elijo un color diferente; tintas como hojas de calendarios que se cambian para marcar el paso del tiempo.
Las palabras empiezan a surgir como de costumbre: tímidas e inseguras, pero siempre allí, siempre tocando a la puerta, queriendo entrar al cuadro.
Parece que nada ha cambiado, excepto porque en el árbol allá afuera ya no hay ni una sola fruta. Las últimas cinco las tengo todavía en el frutero, esperando convertirse en mermelada.
Voy a cerrar la persiana, voy a concentrar la mirada en esta pantalla, y voy a comenzar el año escribiendo.
Pues excelente forma de empezar el año. Sigue escribiendo, que yo quiero leerte de nuevo.
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