“Preferiría sentarme a vender tortillas en el suelo del mercado de Toluca…”
Así dicen que dijo la señora de las trenzas y el vestido de tehuana. Yo, hoy, también traigo trenzas, dos. Me las empecé a tejer desde arribita de cada oreja y las seguí hasta que se encontraron una con la otra, en el centro de mi nuca. Allí las amarré; el cabello que me sobró de cada lado lo junté en una cola de caballo que cuelga apenas sobre el lunar que tengo en la base del cuello.
Me gusta sentir las trenzas como corona en mi cabeza. Me gusta la sensación de seguridad que le dan a mi cabello, porque ninguno se sale de su lugar, ni siquiera después de andar en bicicleta, sin casco, en una atípica tarde de nubes y viento y una llovizna que cayó y se quedó adornando mi pelo cual diminutas esferas de cristal.
En un instante, las esferitas se habían esfumado dejando sólo la humedad que hubiera arruinado cualquier otro peinado, pero mis trenzas no.
Me gusta verme al espejo cuando traigo trenzas y encontrar esa especie de reflejo del lugar del que vengo.
No sé si esté bien o esté mal, que algo como el cabello trenzado me haga sentirme más parte de allá que de acá. No es por eso que me peino de esta forma, pero es un bienvenido efecto secundario.
Me gusta pensar que cuando la gente en la calle me mira peinada de trenzas, de inmediato ubica mi procedencia. Porque, como dicen que dijo la señora de los muchos rebozos y los multiples anillos en las manos, “Yo aquí en Gringolandia me la paso soñando con volver a México”.
Y, aunque no estoy tan segura de preferir vender tortillas que asociarme con artistas parisienses, como dicen que dijo la señora de las coronas de flores y los mil autorretratos, lo que sí tengo muy claro es que yo me echo un buen taco en lugar de una hamburguesa, sin pensarlo dos veces, cualquier día.
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