jueves, 21 de abril de 2016

Tentempié


Elegí el té de arroz
y
las rosquitas de avena
que
         (en mi mente)
tienen el color de la tarde
(un poco seca, quizás algo rugosa)



Me siento a comerlas
en
este espacio pequeño
poniendo atención
a
       (lo que dicen los ruidos de)
la calle




Porque es así
                     (a veces)
que
(te)
encuentro
                     (en)



Esa otra ciudad
donde
crecimos
(tú tanto, tanto; yo, apenas un poquito)



Esa otra ciudad
donde
nos vimos
(tú me tomaste de la mano; yo te dejé hacerlo)



Esa otra ciudad
tan lejana
(ya)
de la que
               (hace tanto tiempo)
escribo



Esa otra ciudad
en que un buen día
nos preparamos un té con galletas
y nos sentamos
juntos
a platicar del futuro.




sábado, 16 de abril de 2016

Las manchas del sofá


El día había sido brutal. El sol parecía haberla seguido por doquier, dándole latigazos directo a la cara. Llegó al estudio-apartamento con un intenso deseo de tomar un baño helado. Sin embargo, el diminuto espacio de la regadera había acumulado el calor de la tarde, y el agua se sentía tibia sobre la piel. Sin haberse enjabonado siquiera, salió de la ducha, se secó apenas, y se cubrió con nada más que una enorme playera un tanto percudida.
Como única cena, tomó del frutero el último plátano, ya bastante ennegrecido.  Lo comió de pie, recargada sobre el fregadero de la cocineta. Al acercarse al bote de basura para tirar la cáscara vacía, alcanzó a ver tres o cuatro hormigas a las que aplastó con el pie descalzo. En un alto vaso de plástico que mantenía siempre dentro del refrigerador, se sirvió agua de la llave y la bebió de un precipitado y largo trago.
Esa noche decidió no convertir el sofá en cama; se recostó directo sobre el forro desgastado sin reparar demasiado en las manchas que ya estaban allí cuando ella llegó a ocupar ese cuartucho amueblado que rentaba por semana desde hacía casi dos años, tal vez incluso más. ¿Serían ya tres?
Todavía recordaba la angustia y el asco que había sentido en el momento en que, por primera vez, se dio cuenta de que en ese asiento desvencijado y sucio tendría que pasar sus horas de descanso. “Es temporal”, se había dicho a sí misma para consolarse; el optimismo estaba todavía al alcance de su mano.
Aquella vez había tendido la cama con sus sábanas limpias, aún frescas; se había esforzado en cubrirlo perfectamente para que, mientras durmiera, ningún pedazo del mueble fuera a entrar en contacto con su piel, en especial la de su cara.
Ahora eso ya no le importaba. El tiempo se había encargado de desgastar su esmero y, con cada día que pasaba, un nuevo rasgo de su escrupulosa personalidad desaparecía, alimentando así el caos en que se estaba convirtiendo su existencia.
Y se daba cuenta, ¡vaya que se daba cuenta! Pero la voluntad que requería para abrir los ojos cada mañana, ponerse de pie y salir a otra jornada sofocante y seca, le había ido restando fuerzas a ese empeño que hoy no parecía más que un desfallecido recuerdo.
Tenía la ligera impresión de haber llegado a esa nueva ciudad portando un anhelo, tan reluciente y franco como lo había sido su mirada.
Luego, todo se había ido secando, y en su cabeza sólo quedaban algunas cenizas que, en ciertas noches, invocaban mediante un sueño a esa otra persona que ya no era ella.

sábado, 9 de abril de 2016

Lluvia de abril

Esta tarde está lloviendo. Más bien, la lluvia de esta tarde paró hace unos cuantos minutos. Pero es sólo una pausa, lo sé. En un rato más, estoy segura, el agua retomará su caída.

  Por ahora, sólo las gotas que se descuelgan del techo o de alguna rama, aquéllas que se quedaran varadas en algún rincón o recoveco, se patinan, escurridizas, y se hacen infinitamente más presentes que si hubieran emergido unos instantes atrás, cuando todavía era un batallón lo que vertía del cielo.


  Son sabias, esas últimas gotas, porque es éste el momento más bello en una tarde lluviosa: el remanso.


  Un rato de calma entre la tormenta que recién amaina y la que ya amenaza. La cortina líquida se alza y deja al descubierto un mundo amplificado: olores que penetran la razón, colores que endulzan la memoria... el verde de la hoja, el rojo de la rosa, el azul de la violeta.


  Este lugar en el que viven, en el que vivo yo también, debería ser un desierto. Pero la voluntad del hombre con sus máquinas para cargar y cavar y regar lo ha convertido en una especie de bosque tropical algo reseco; alimentado artificialmente con incontables toneladas de semillas traídas desde lejos, y el agua expulsada por los miles de aspersores que puntualmente cumplen su diaria misión, sobrevive la aridez a duras penas.


  Pero las plantas lo saben tan bien como yo, que no es lo mismo.


 Por eso, en días como el de hoy, en estos despampanantes días nublados y lluviosos, árboles, arbustos, flores y enredaderas; cactus, helechos, pinos y palmeras; céspedes, pastizales y praderas, todos se animan, se visten de fiesta.


 Yo los acompaño y celebro a mi manera: con una caminata mojada y repleta de respiraciones profundas con las que absorbo hasta la última gota del paisaje.


  Y es que me he vuelto una especie de planta desértica, de esas que acumulan agua en su raíz para lograr subsistir en los días calientes y soleados.

  Porque el líquido que brota de las tuberías podrá mantenernos con vida, pero no posee el encanto de la lluvia, esa especie de magia que hechiza y ensancha, no sólo las raíces, sino también el alma.