miércoles, 28 de febrero de 2018

Nublazón



—Nublazón es una palabra hecha como de nubes y desazón, ¿no te parece? —le dije mientras veía al cielo por la ventana, intentando escapar de la tensión. Las nubes seguían densas y cargadas, como preñadas con el dolor de aquel largo día.


—¿De qué estás hablando? No me cambies el tema. ¡Contéstame!


Giré la cabeza. Volví a encontrar su cara. La sentí lejana, ajena.


—¿Qué quieres que te diga? No sé qué más puedo decirte —respondí tímidamente.


Sus ojos se clavaron en los míos que no fueron capaces de sostener su mirada. Bajé la cabeza y, con un trémulo parpadeo, se me escapó otra lágrima. Afuera, el día se terminaba. Un día que había sido húmedo y gris. Muy largo.


—Es el tiempo  —agregué—, me hace mal tanto frío.


—¿O sea que si estuviéramos en primavera esto no hubiera pasado? —dijo con voz quebrada, aún no sé si de dolor, o de furia.


—Lo habíamos platicado, ¿no? Era una alternativa. Los dos… lo habíamos contemplado. Tú... tú lo sugeriste primero.


—Pero sugerirlo no es lo mismo que hacerlo. ¿Cómo pudiste? ¿En qué estabas pensando? —Me preguntó de nuevo.


Vi sus manos soltar el café al que no le había dado un solo trago. Siempre me enterneció la forma en que casi abrazaba las tazas, rodeándolas en toda su circunferencia con esos dedos largos y delgados que ahora se contraían en dos puños apretados, temblorosos. Los estampó contra la mesa.


—¡Ya, cálmate! ¿Qué podía hacer? ¿Qué querías que hiciera? En el fondo sabes que no hacerlo no era opción. ¿O sí? ¡¿O sí?! 


Mis ojos se clavaron en los suyos que no fueron capaces de sostener mi mirada. Bajó la cabeza, y guardó silencio un instante. Después se puso de pie, dio media vuelta. Con pasos estruendosos y violentos, salió de aquel lugar. 


Yo me quedé allí por un buen rato. Intentado parar el llanto. Esperando a que pasara la lluvia.


Cuando por fin salí, era de noche ya. Respiré profundo y, antes de echarme a andar lejos de ese sitio al que jamás volvería, miré otra vez al cielo. La nublazón se había despejado. Sólo quedaba el agua con la que habría de lavar los vestigios de un día que había sido largo. Demasiado húmedo, demasiado nublado.























lunes, 19 de febrero de 2018

Inevitable



Escuché algo como el ruido de una puerta al cerrarse. Fue sólo un golpe, duro y seco. Certero. De inmediato corrí con la intención de alcanzarlo. Pero se había ido.


El dolor de tal fracaso me tiró al suelo. Allí, a los pies de ese sillón sobre el que me había pasado tardes enteras sin hacer otra cosa que oírlo andar de aquí para allá, el sonido de su paso rebotando en las paredes con el tic tac de aquél reloj que nunca antes había llamado mi atención, pero al que ahora miraba con recelo pues representaba el único testigo de mi más amarga derrota.


¿Qué habría hecho mal?, me preguntaba. ¿Será que algo hice bien? El pasado había caído sobre mi cabeza de pronto, como un lingote de oro, pesado y deslumbrante con el brillo de todo lo que ya nunca podría llegar a suceder. Eso, sobre todo, era lo que me atormentaba: pensar en todas esas cosas que hubiera podido hacer con él pero que jamás hice, esas cosas que ahora ya nunca serían realidad.


Permanecí de rodillas en el piso, incapaz siquiera de romper en llanto. La luz se fue desvaneciendo hasta que sólo el resplandor del reloj en la pared iluminaba el cuarto. Alcé la cara y me quedé mirando esas manecillas que, ahora me daba cuenta, se habían dejado de mover.


Fue entonces que pude ponerlo en palabras, esto que ya no tenía solución. Fue entonces que ya no pude evitar entenderlo, pues lo tenía bien claro frente a mi ojos, aunque éstos estuvieran ya cerrados. No había marcha atrás. No había más camino por delante. Mi tiempo se había terminado.