viernes, 22 de febrero de 2019

Aguanieve


Camino. Un pie, luego el otro: izquierdo, derecho, izquierdo. Un pie, luego el otro: camino. Y mis ojos lloran. No sé por qué, si no están tristes.


El día es claro y cristalino; el aire no podría ser más fresco. Las nubes traen agua que cae congelada en forma de hojuelas fugaces a las que la gente ha decidido llamar nieve. Pero no es nieve lo que cae, no realmente. Así como esto que sale de mis ojos no son lágrimas, no en verdad. Por lo menos no de esas que se lloran cuando se extraña, o cuando se quiere y no se puede, o cuando nada parece funcionar.


Quizás es sólo la luz que entra tan pura y refulgente, tan fría que parece que hiela las pupilas como nubes cargadas de algo que han de dejar caer confundiendo a todos los transeúntes y a la gente en la radio y en los periódicos que insisten en decir que nieva, y a la gente que se cruza conmigo en la calle y me pregunta por qué lloro.


La realidad es que eso que cae del cielo no es nieve; y esto que brota de mis ojos no es llanto. Es el clima confundido; son mis ojos irritados. Es el invierno comportándose de forma extraña en un lugar de temperaturas más bien calientes; son mis ojos agradecidos por el largo descanso, por el aire que no quema, por la luz que no deslumbra, por el agua que cae como hojuelas. Es el agua congelada, la nieve que no es nieve. Son mis ojos, mis pupilas que celebran este día con un llanto, que no es llanto.