Derrumbe
Se lo decía todo el tiempo. Se lo repetí hasta el cansancio, que teníamos que irnos de allí. Le advertí muchas veces que el lugar se estaba cayendo a pedazos. Le tomé la mano y, despacio, con mucha calma, fui mostrándole cada una de las fisuras, todas esas grietas que anunciaban lo que yo reconocía como irremediable: el derrumbe. El piso se abría a nuestro paso. El techo se desmoronaba con cada movimiento. Las paredes se resquebrajaban a la menor provocación.
—Si nos quedamos quietos no pasa nada, mira —respondía. Y se petrificaba por días.
No sé exactamente cuándo fue. Sucedió hace tanto. Despertamos y todo estaba en ruinas. No había manera de reparar los daños.
Puse mis pies sobre la tierra y sentí los escombros. Supe que tendría que caminar sobre ellos.
Percibí su cuerpo erguido en la otra orilla de la cama. No se dijo nada. Ya no teníamos palabras. Me incorporé y di algunos pasos entre el cascajo. Giré la cabeza y sentí la necesidad de romper el silencio, de hacerle un llamado.
—Ven conmigo. Por favor, no te quedes. Por favor. No me dejes ir sin ti.
No sé si me escuchó. No recibí respuesta alguna. Pensé en empacar una maleta, en llevarme ciertas cosas. Pero nada me pertenecía ya.
Eché a andar, intentando evitar los escombros. “Lo que menos necesito ahora”, me dije en silencio, “es volver a tropezar con el pasado”.
Cimientos
Te sentaste en la banca de frente al río. Siempre se me hizo extraño que a lo largo de toda la orilla no hubiera más que esa. Y peor aún, que jamás estuviera ocupada. A mí me encantaba estar allí, mirando el tiempo flotar sobre el agua, y dejarse arrastrar por la corriente.
De vez en cuando pasaba alguna persona caminando a prisa; gente que transitaba hacia mil destinos ignorados. Pero nadie se quedaba. Nadie se detenía, nunca.
Ese día llegué a instalarme como de costumbre, con un cuaderno de notas, un libro, y suficiente música para escuchar por horas.
Así eran mis tardes de la primavera en que te vi. Nunca antes había encontrado a alguien en mi sitio, y me tomó un momento reaccionar. Tu cabeza estaba agachada. Con sólo ver tu nuca, ya me había sonrojado. Permanecí inmóvil a unos pasos de ti, a tus espaldas. Aguardé unos minutos. No sé cuántos. Ni por un instante alzaste la mirada.
Finalmente mis pies comenzaron a moverse. En las bolsas del pantalón, mis manos tiritaban, nerviosas. Mis ojos no podían parpadear y mi garganta parecía estar cerrada. Cuando llegué a pararme frente a ti, apenas conseguí balbucear:
—¿Te importa si me siento?
Entonces por fin me miraste.
—Adelante.
Nos quedamos ahí, lado a lado, por lo que pareció una eternidad. Lo recuerdo claramente, como si hubiera sido ayer, que cuando se hizo de noche, nos paramos, muy despacio, y nos fuimos caminando, juntos.