jueves, 31 de marzo de 2016

Carta a Mina

¡Mina! Escudriño en la libreta con los dibujos de las muñecas, los ángeles y las sirenas. Busco tu cara, tu paisaje, tu mundo. Busco que alguna de ellas me cuente tu historia.

Todas fueron tú, Mina, de alguna manera. Y yo, que con mis trazos fui creando tu rostro mil veces, tendría que saber el orígen y el fin; tendría que conocer el camino y haberlo andado contigo hasta allá, donde estés. ¿Dónde estás, Mina?, además de en todas estas muñequitas con tu nombre. Sus ojos vacíos me atrapan y me acompañan en mi manía de buscarte sin saber siquiera si existes en verdad.

Pero la súplica en su mirada no me permite parar y me convence de que sí, de que te vi...

Sé que te vi a dos mesas de la mía, a dos mesas de donde yo agonizaba por trazar al menos una línea que marcara la pauta para algo más, la bandera de salida con la que iniciara la carrera que me sacaría de esa madriguera en la que me aislaba, casi inmóvil, apenas asomando la cara hacia la superficie de vez en vez.

Y sí, te vi. Te vi tomar asiento. Te vi colocar el café sobre tu mesa. Te vi sacar del morral blanco de lona una libreta rosa, un libro y una pluma. Te vi quitarte el gorro tejido y la bufanda ligera, perfecta para finales de un invierno apenas fresco. Entonces los trazos comenzaron a brotar de mis manos. Uno tras otro, los bocetos que dejaba sobre la hoja fallaban en su tarea de retratar tu esencia. Luego, tus ojos encontraron los míos, hipnotizados como estaban por tus movimientos, por tu ritmo tan tranquilo y asertivo.

Traté de ocultarme en mi bebida. Simulé darle un sorbo al café frío que reposaba sobre mi mesa desde temprano por la mañana como único pretexto para estar en ese sitio, sentada haciendo nada, sólo intentando: ser y dejar de ser, empezar a transformarme. De reojo, volví a mirarte. Nerviosa como nunca y errática como siempre, dejé resbalar la taza por entre mis manos.

Quise llorar. Estuve a punto de llorar, Mina, y no por mi cuaderno de dibujo y los diez bosquejos que siempre habían sido inservibles y ahora, completamente encharcados en café, lo eran de forma irremediable. Quise llorar porque sabía que después de mi torpeza nunca más tendría la fuerza para alzar la mirada hacia tu cara otra vez; jamás encontraría de nuevo tus ojos almendrados ni tu lacio cabello cayendo pesado sobre tu rostro encendido.

¿Cómo vivir, Mina, sin volver a ver tus labios rosados, apenas delineados bajo tu pequeña nariz? Te había perdido para siempre sin haber podido conocerte en realidad. De un solo golpe, rápido y brusco, me habías hecho entender el drama de aquellos personajes de película romántica que hasta entonces me parecieran siempre razón de burla.

Pero una tibia voz como agua dulce de riachuelo me extrajo del pozo de estúpida angustia en el que ya me ahogaba. “¿Necesitas una servilleta?”, preguntaste, ahora de pie junto a mí, con la mano extendida en el gesto más cálido que alguien hubiera tenido para conmigo en mucho, mucho tiempo, desde jamás.

Entonces me tomaste entre tus manos, me calmaste, me secaste y me llevaste contigo a un mundo lejos de mí y de todo lo que hasta ese día yo era.

No sé, Mina, cuánto tiempo pasó, ni cómo lo vivimos. Ahora sólo tengo los retratos que te hice cuando todavía estabas conmigo. Todo lo demás parece un sueño hermoso del que no me queda más que una difuminada sensación de bienestar. Hoy, de vuelta en esta misma mesa, confundida aunque feliz, rasqueteo en mi memoria en busca de un detalle, un indicio, un viejo trazo que me muestre el camino de vuelta a ti.

Hace cuánto que no estás, Mina, no lo sé. Yo caí fuera del tiempo desde el momento en que te fuiste y no puedo regresar. Así que tomo asiento entre los muchos rostros que de mi mano nacieron por ti; estos tantos, tantos rostros que son todos tu rostro pero que no son tú y no me saben contestar... ¿dónde te puedo encontrar, Mina? ¿Cuándo te vuelvo a encontrar?



lunes, 21 de marzo de 2016

Quietud

I
Hoy miro a la ventana
como siempre

Pedacitos de verde
que se asoman
tras de la barda blanca
que detiene

El camino de piedras
lleva a nada

En la mente atrapada
dando vueltas
el paisaje que invento
me sostiene.



II
Hay un río de coches
que me canta
esta tarde de verdes
floreceres

Se va sobre caminos
recorridos
por las veloces ruedas
de otros seres

Las rutas se bifurcan
retorcidas
hacia esos mil espacios
extranjeros
que mis ojos no ven
que desconocen
pero que sueñan
a veces
por las noches.

viernes, 11 de marzo de 2016

Cuentos de café y de noche

Encuentros
   La taza. El humo. Un sorbo inicial. El cuerpo empieza a despertar y los ojos pueden enfocarse en un objeto, la mente en un pensamiento: esa noche. Entonces todo lo sucedido empieza a caer como en efecto dominó. Un hotel de paso. La llamada telefónica. La espera. Era su primera vez, la de ambos. Se sentían seguros el uno con el otro. Se conocían desde siempre, desde niños. Ese día entraron tomados de la mano, apretándose fuertemente. Nerviosos, se habían amado por un rato, mientras les llegaba “la mercancía”. Luego, voces en el pasillo. Los dos corrieron a la puerta, desbordando su excitación por probar algo nuevo. La promesa se rompió cuando, afuera, ambas miradas se toparon de frente con el papá de ella, abrazando por la cintura a la mamá de él.

Desencuentro
    La casa está oscura todavía, a pesar de la estación (es verano); a pesar de la hora (10:44 am); a pesar de allá afuera el calor (35 grados centígrados), el ruido (el camión del carpintero, la sierra, el martillo), y el movimiento (la casera sale y entra, el basurero pasa gritando, el cartero toca la campana de su bicicleta, la vecina barre su pedazo de acera). Tú sigues en la sala, sobre el sofá en el que has dormido por días. La taza de café, aún en la orilla de la mesa de centro, te ha estado observando. Tú le devuelves la mirada como en un desafío que pierdes en el momento en que estiras la mano y das un trago más. Entonces vuelves a sentir la amargura que invade tu garganta desde que marcaste el número que la bella chica de sonrisa luminosa anotara en la palma de tu mano, hace ya quién sabe cuántas noches, y, al otro lado de la línea, la reseca voz de un viejo respondiera: “Número equivocado”.

jueves, 3 de marzo de 2016

Entrar

Una cuartilla perdida, una página que se esconde en las repisas, quizás, dentro de un cuaderno, tal vez, acurrucada al interior de un libro.


Una hoja de papel, no recuerdo ya si blanca o a rayas; no recuerdo ya si arrancada de una libreta, o proveniente de un grueso tomo empastado.


Delgada, como casi todas; rectángulo depositario de algún tipo de lenguaje, de algún tipo de mensaje.


¿Qué fue lo que allí leí?, me pregunto mientras muevo, barajo y trastabillo entre carpetas, portafolios y  fólders.


¿Qué es lo que estoy buscando? Una idea, un sentimiento, emociones, recuerdos, vivencias; mías, ajenas, inventadas, verdaderas.


La casa se fue llenando de papeles que ahora no sé dónde pudieron haber estado guardados, cómo fue que alguna vez los tuve contenidos, a qué rincón pertenecieron, qué remota esquina pudo haberles provisto un hogar.


De pronto me vi inmersa en un mar de papiro cuya corriente me arrastró por quién sabe cuántas horas. Para cuando mi cabeza emergió de entre la espuma danzante de los folios, el reloj de la pared había dejado atrás el mediodía desde hacía un muy buen rato. La mañana se había esfumado con rumbo al mismo sitio que esas páginas en cuya búsqueda yo misma me había extraviado aquel día, desde temprano.


El sol amenazaba con retirarse, dar fin a esa jornada, y arrebatarme de plano la poca luz que todavía me permitía distinguir ciertas siluetas, unas cuantas formas. Las sombras de la tarde se aparecían por aquí y por allá, guasonas, desorientando mi mirada, engañando mis pasos, despistando mi conciencia ya de por sí apabullada.

Una contundente palabra brotó de pronto en mi cabeza con la promesa de ser lo que yo tanto buscaba.


La palabra “flor”. ¡Sí, eso era lo que quería encontrar! La flor, ese capullo de altivez; soberbio retoño de todo lo que me es preciado en esta vida.


No dudé más. Sabía perfectamente dónde la encontraría. Su lugar exacto en el librero. El número de página en que la hallaría.


La admiré por un minuto, tan regia como siempre. Se encontraba de pie tras su biombo; en el mismo rincón del diminuto planeta, el pequeño asteroide que ella habita desde el principio de los tiempos. Ese sitio que es todo suyo, aunque a veces me gusta pensar que lo comparte conmigo.


Luego me llegó el impulso, la imperiosa necesidad que nunca falla en mostrar su amarga cara: quise tocarla, quise rozar su hombro para hacerla voltear y saludarla. ¡Mi bella flor! ¿Me habría extrañado acaso?


Mi mano se movió en un reflejo incontrolable, y tras ella me fui yo, en cuerpo y alma enteros.


Pero, ¡lo había olvidado!, la puerta hacia el jardín permanecía cerrada; la llave, perdida. La última vez que estuve aquí, hace tanto tiempo, esa llave descansaba en una alta mesa de cristal, y yo venía siguiendo a un conejo blanco al que nunca le di alcance. ¿Dónde se habría metido ese conejo?


La oscuridad era ahora total y la vista comenzó a fallarme. No distinguía más que bultos negros de tamaños diversos. Un intenso escalofrío me recorrió completa. Entonces fue que recordé: no siempre se necesitan los ojos para ver.


Despacio, ya sin prisa, dejé caer los párpados para apagar mi mirada. Sentí mi cuerpo flotar, y me dejé llevar hacia una estrella, hasta una isla en donde el tiempo no pasa, los niños no crecen, y las sirenas cantan.

Quizás allí, pensé mientras viajaba, finalmente encuentre una entrada.