¡Mina! Escudriño en la libreta con los dibujos de las muñecas, los ángeles y las sirenas. Busco tu cara, tu paisaje, tu mundo. Busco que alguna de ellas me cuente tu historia.
Todas fueron tú, Mina, de alguna manera. Y yo, que con mis trazos fui creando tu rostro mil veces, tendría que saber el orígen y el fin; tendría que conocer el camino y haberlo andado contigo hasta allá, donde estés. ¿Dónde estás, Mina?, además de en todas estas muñequitas con tu nombre. Sus ojos vacíos me atrapan y me acompañan en mi manía de buscarte sin saber siquiera si existes en verdad.
Pero la súplica en su mirada no me permite parar y me convence de que sí, de que te vi...
Sé que te vi a dos mesas de la mía, a dos mesas de donde yo agonizaba por trazar al menos una línea que marcara la pauta para algo más, la bandera de salida con la que iniciara la carrera que me sacaría de esa madriguera en la que me aislaba, casi inmóvil, apenas asomando la cara hacia la superficie de vez en vez.
Y sí, te vi. Te vi tomar asiento. Te vi colocar el café sobre tu mesa. Te vi sacar del morral blanco de lona una libreta rosa, un libro y una pluma. Te vi quitarte el gorro tejido y la bufanda ligera, perfecta para finales de un invierno apenas fresco. Entonces los trazos comenzaron a brotar de mis manos. Uno tras otro, los bocetos que dejaba sobre la hoja fallaban en su tarea de retratar tu esencia. Luego, tus ojos encontraron los míos, hipnotizados como estaban por tus movimientos, por tu ritmo tan tranquilo y asertivo.
Traté de ocultarme en mi bebida. Simulé darle un sorbo al café frío que reposaba sobre mi mesa desde temprano por la mañana como único pretexto para estar en ese sitio, sentada haciendo nada, sólo intentando: ser y dejar de ser, empezar a transformarme. De reojo, volví a mirarte. Nerviosa como nunca y errática como siempre, dejé resbalar la taza por entre mis manos.
Quise llorar. Estuve a punto de llorar, Mina, y no por mi cuaderno de dibujo y los diez bosquejos que siempre habían sido inservibles y ahora, completamente encharcados en café, lo eran de forma irremediable. Quise llorar porque sabía que después de mi torpeza nunca más tendría la fuerza para alzar la mirada hacia tu cara otra vez; jamás encontraría de nuevo tus ojos almendrados ni tu lacio cabello cayendo pesado sobre tu rostro encendido.
¿Cómo vivir, Mina, sin volver a ver tus labios rosados, apenas delineados bajo tu pequeña nariz? Te había perdido para siempre sin haber podido conocerte en realidad. De un solo golpe, rápido y brusco, me habías hecho entender el drama de aquellos personajes de película romántica que hasta entonces me parecieran siempre razón de burla.
Pero una tibia voz como agua dulce de riachuelo me extrajo del pozo de estúpida angustia en el que ya me ahogaba. “¿Necesitas una servilleta?”, preguntaste, ahora de pie junto a mí, con la mano extendida en el gesto más cálido que alguien hubiera tenido para conmigo en mucho, mucho tiempo, desde jamás.
Entonces me tomaste entre tus manos, me calmaste, me secaste y me llevaste contigo a un mundo lejos de mí y de todo lo que hasta ese día yo era.
No sé, Mina, cuánto tiempo pasó, ni cómo lo vivimos. Ahora sólo tengo los retratos que te hice cuando todavía estabas conmigo. Todo lo demás parece un sueño hermoso del que no me queda más que una difuminada sensación de bienestar. Hoy, de vuelta en esta misma mesa, confundida aunque feliz, rasqueteo en mi memoria en busca de un detalle, un indicio, un viejo trazo que me muestre el camino de vuelta a ti.
Hace cuánto que no estás, Mina, no lo sé. Yo caí fuera del tiempo desde el momento en que te fuiste y no puedo regresar. Así que tomo asiento entre los muchos rostros que de mi mano nacieron por ti; estos tantos, tantos rostros que son todos tu rostro pero que no son tú y no me saben contestar... ¿dónde te puedo encontrar, Mina? ¿Cuándo te vuelvo a encontrar?
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