domingo, 31 de enero de 2016

Tarde-de-domingo

El piano            en la bocina
            suena
                                           
la voz                      habla
                            del hombre
                                                         de
                                                           gente
                                                                     cuya
                                                                     cara
                                                                     no
                                                                     conozco
Pero              los escucho
         afuera
                  


Comenzaron a salir
                              a la calle
                              al parque
                              al café



porque el agua                        cae
                             ya no
porque el viento                      sopla
                             ya no
porque el trueno                     brilla
                             ya no    

                                   
Y si asomo a la ventana
Y si abro bien los ojos
Y si miro atentamente
   
quizá                                                              me reconozca
     entre el cabello revuelto
     bajo los negros abrigos
     sobre las botas de lluvia
                              en esos rostros ajenos
                                           tras este instante de luz
                                                                                                                           
                                                                                                                                                                         
         


                              

                              

lunes, 25 de enero de 2016

Llorando en la banqueta

    Cecilia estaba llorando en la banqueta. Sentada sobre la línea amarilla, en la mera orillita, abrazaba su pierna izquierda y recargaba su cabeza en la rodilla. Su pierna derecha yacía estirada hacia la calle. En cuanto la vi, de reojo pude notar un raspón y algo de sangre.

    Me acerqué con tiento. No me fío de la gente que me habla en la calle. Nunca antes había sido yo quien dirigiera la palabra a un extraño. Pero algo en su mirada, inundada y triste, me jaló hacia ella despacio, pero inevitablemente. Me senté a su lado.


    —¡Hola! ¿Estás bien? 

Estúpida pregunta, pensé de inmediato. Por supuesto que no está bien. Si lo estuviera, no estaría llorando.


    —Sí, gracias. Bueno, es que me caí. Más bien me tiraron. Bueno, el chiste. No, no fue chiste porque no es gracioso. Aunque tal vez sí, porque siempre que alguien se cae la gente se ríe. Aunque yo no me caí, más bien me tiraron. Así que tal vez nadie se rió. Supongo que, de hecho, nadie vio cuando me tiraron. Bueno, la cosa es que me robaron la mochila, así, de un jalón se la quisieron llevar. Pero yo no la solté. Por un rato, porque luego sí que la solté, ya que me había raspado. Y pues nada. Eso. Que no estoy muy bien, pero sí. Gracias, pues. Eso es lo que quiero decir. Gracias.


    Increíble, pensé, que me haya dicho tanto y tan poquito y tanto a la vez. Y luego me di cuenta de que ya estaba pensando como ella, tras apenas unos instantes de haberla conocido.


    —¿Necesitas ayuda? ¿Puedo hacer algo por ti? 

Me paré y estiré la mano hacia Cecilia, como invitándola a levantarse.


    —Pues no sé, gracias. Bueno, sí. Si tienes un celular, me gustaría llamar a mi casa. En mi mochila se llevaron el mío. ¡Mi papá me va a matar! —dijo ella con un puchero, y se soltó llorando otra vez.


    —No, no llores. Mira, te aseguro que tu papá va a entender que no fue tu culpa 
—empecé a decirle mientras sacaba mi celular con la otra mano—,  a cualquiera puede pasarle esto. No te preocupes. Te prometo que va a estar bien.


    En esa promesa deposité todas mis buenas intenciones. Creo que lo dije sólo por decirlo, para tratar de tranquilizarla. Pero cuando dejé de hablar y pude escuchar mis propias palabras, supe que tenían un verdadero significado: que yo iba a hacer lo que tuviera que hacer para que esa niña que estaba llorando en el piso, a mitad de la calle, estuviera bien muy pronto.


    Cecilia se limpió los ojos con la manga de su suéter, el suéter del uniforme de una escuela secundaria. Luego inhaló fuertemente por la nariz y pude escuchar cómo sorbió el moco que casi siempre nos produce el llanto. Después pasó las manos sobre su cabeza, como para aplacar su tupida, negra cabellera. Entonces tomó la mía, esa mano que permanecía estirada hacia ella, y se puso de pie.


     Yo la hubiera soltado en ese momento, pero ella convirtió el gesto en un saludo y, con una sonrisa que yo hubiera calificado como la más sincera que haya visto en la vida, me dijo:


    —¡Muchas gracias por tu ayuda! Por cierto, me llamo Cecilia…


    Su siguiente movimiento fue algo que ni en un millón de años hubiera visto venir. Fue a la vez un jalón que me llevó muy cerca de ella, como si fuéramos a darnos un abrazo; un arrebatón que dejó mis dedos estirados, los de la mano que Cecilia no sostenía en ese fuertísimo apretón del que no pude safarme, los de la mano en la que yo tenía mi celular para prestárselo; y un empujón que me mandó directo al piso, casi al lugar exacto del que apenas hacía un instante la había ayudado a pararse.


    —…¡y esto es un asalto! —terminó de decir, con una carcajada y una veloz carrera hacia la motoneta que la estaba esperando en la siguiente esquina.


    Me quedé allí, en la banqueta. Sobre la línea amarilla, en la mera orillita, abracé mi pierna izquierda y recargué la cabeza en mi rodilla. Estiré la pierna derecha hacia la calle. ¡Carajo!, pensé, eso me pasa por querer ayudar. Pero no lo vuelvo a hacer. No lo vuelvo a hacer. Entre la frustración y el susto, me ganó el llanto.


   Un segundo después se acercó una muchacha.


—¿Estás bien? ¿Necesitas ayuda? —escuché que me decía, genuinamente preocupada.


    Cuando alcé la mirada, me encontré con su mano. La tomé para ayudarme a ponerme de pie.


    —No es nada —le contesté—, sólo que me acaban de robar el celular, por confiar en la gente, y pues me da mucho coraje —terminé de decirle entre sollozos.

    —¡Híjole, qué mala onda! Pero pues sí, esas cosas pasan —sentenció. Y, sin dudarlo,  sacó un celular de su bolsa, me lo ofreció y preguntó —¿Quieres hacer una llamada?




lunes, 18 de enero de 2016

La señora de las trenzas



“Preferiría sentarme a vender tortillas en el suelo del mercado de Toluca…”


    Así dicen que dijo la señora de las trenzas y el vestido de tehuana. Yo, hoy, también traigo trenzas, dos. Me las empecé a tejer desde arribita de cada oreja y las seguí hasta que se encontraron una con la otra, en el centro de mi nuca. Allí las amarré; el cabello que me sobró de cada lado lo junté en una cola de caballo que cuelga apenas sobre el lunar que tengo en la base del cuello.


    Me gusta sentir las trenzas como corona en mi cabeza. Me gusta la sensación de seguridad que le dan a mi cabello, porque ninguno se sale de su lugar, ni siquiera después de andar en bicicleta, sin casco, en una atípica tarde de nubes y viento y una llovizna que cayó y se quedó adornando mi pelo cual diminutas esferas de cristal.


    En un instante, las esferitas se habían esfumado dejando sólo la humedad que hubiera arruinado cualquier otro peinado, pero mis trenzas no.


    Me gusta verme al espejo cuando traigo trenzas y encontrar esa especie de reflejo del lugar del que vengo.


    No sé si esté bien o esté mal, que algo como el cabello trenzado me haga sentirme más parte de allá que de acá. No es por eso que me peino de esta forma, pero es un bienvenido efecto secundario.


    Me gusta pensar que cuando la gente en la calle me mira peinada de trenzas, de inmediato ubica mi procedencia. Porque, como dicen que dijo la señora de los muchos rebozos y los multiples anillos en las manos, “Yo aquí en Gringolandia me la paso soñando con volver a México”.

    Y, aunque no estoy tan segura de preferir vender tortillas que asociarme con artistas parisienses, como dicen que dijo la señora de las coronas de flores y los mil autorretratos, lo que sí tengo muy claro es que yo me echo un buen taco en lugar de una hamburguesa, sin pensarlo dos veces, cualquier día.    




lunes, 11 de enero de 2016

Pues sí, apenas estoy aprendiendo

     Cinco espacios antes de empezar a escribir, porque eso me dijo mi maestra que hiciera. Y no sólo ella, la otra maestra también, en otro idioma, incluso: 5 espacios.

     Doble enter para cambiar de párrafo. Sólo porque me gusta esa medida. Me ayuda a aclarar las ideas, a sentir que cada una tiene su lugar. Me da un respiro.

     De lo demás no sé nada. Plantillas, formatos, fuentes. Nada. Siento que he vivido en una cueva.

     Nociones, solamente. Conocimiento profundo, de pocas cosas en la vida. Incluso aquellas que se supone me apasionan, las que he llevado conmigo como bandera y estandarte. Aprendiz de todo...

     ¿Cómo se llenan los huecos que se han ido dejando abiertos a lo largo de 36 años? Se me antoja como querer resanar los baches de toda La Ciudad. Esa ciudad que es mía. Esa ciudad a la que pertenezco.

     Mi mente es la carpeta asfáltica del DeFectuoso, y cuando la echo a andar caigo en un socavón y luego en otro y en otro y en otro.

     Tuve que ir aprendiendo a copiarle al conductor de enfrente. Me fijé en sus maneras de esquivar y las adapté a mis caminos para poder seguir transitando. En algún momento me llegué a sentir una experta al volante. Dibujé mapas, inauguré rutas y descubrí atajos. Pero siempre hay un instante en el que freno, paro, suelto el volante y abro la puerta. Bajo. De pie junto al coche, me doy cuenta de que sigo lejos. Todavía no sé cómo llegar. He estado dando vueltas, tratando de evitar las zanjas, y sigo sin alcanzar ningún destino.

     Supondré que así es la vida. Que no queda más que subir de nuevo al auto, encender la marcha, dar gas, y seguir circulando.

     Así que estoy aquí, frente a esta suerte de agujero, recorriendo territorios que me son ajenos, circunvalando regiones inexploradas. Estoy intentando aprender algo nuevo, sondeando una extraña vereda, para aquél viejo, escondido camino.




lunes, 4 de enero de 2016

4 de enero, 2016

    Lo que queda cuando se acaban las vacaciones de fin de año es el principio del año que viene. No importa el día, si es el que va señalado con el número uno o con el diez, porque  lo que realmente marca el inicio de lo nuevo es el final de lo previo.

     El hoy no se termina hasta que me voy a la cama, por más que el reloj diga que a partir de las 12 ya es mañana.

     Si el gallo canta, pero mi cuerpo no se levanta, la noche no se acaba: a los ojos que yacen cerrados no entra el alba.

     Y así, yo apenas voy despertando al 2016 que para algunos ya habrá comenzado y para otros todavía tarda en llegar.

     A mis espaldas ya no brillan las luces del pino con su pico de estrella. El café de la cena ya no tiene sabor a rompope o canela, y el especial del desayuno ya no incluye chocolate con menta.

     Los listones y los papeles de colores se fueron hace días en el camión de la basura, y las cosas que se estrenaron han sufrido sus primeros raspones.

     Los despertadores vuelven a sonar temprano y en la calle los niños pululan de nuevo en su camino a la escuela.

     Para mí este año ha comenzado en un lunes, el lunes 4. Maletas, aeropuerto, camino de ida y de vuelta. Entrar a una casa con todo tirado. No he hecho limpieza en 15 días; hay que empezar por desempolvar el espacio.

     Abro el cuaderno y elijo un color diferente; tintas como hojas de calendarios que se cambian para marcar el paso del tiempo.

     Las palabras empiezan a surgir como de costumbre: tímidas e inseguras, pero siempre allí, siempre tocando a la puerta, queriendo entrar al cuadro.

     Parece que nada ha cambiado, excepto porque en el árbol allá afuera ya no hay ni una sola fruta. Las últimas cinco las tengo todavía en el frutero, esperando convertirse en mermelada.

     Voy a cerrar la persiana, voy a concentrar la mirada en esta pantalla, y voy a comenzar el año escribiendo.