lunes, 25 de enero de 2016

Llorando en la banqueta

    Cecilia estaba llorando en la banqueta. Sentada sobre la línea amarilla, en la mera orillita, abrazaba su pierna izquierda y recargaba su cabeza en la rodilla. Su pierna derecha yacía estirada hacia la calle. En cuanto la vi, de reojo pude notar un raspón y algo de sangre.

    Me acerqué con tiento. No me fío de la gente que me habla en la calle. Nunca antes había sido yo quien dirigiera la palabra a un extraño. Pero algo en su mirada, inundada y triste, me jaló hacia ella despacio, pero inevitablemente. Me senté a su lado.


    —¡Hola! ¿Estás bien? 

Estúpida pregunta, pensé de inmediato. Por supuesto que no está bien. Si lo estuviera, no estaría llorando.


    —Sí, gracias. Bueno, es que me caí. Más bien me tiraron. Bueno, el chiste. No, no fue chiste porque no es gracioso. Aunque tal vez sí, porque siempre que alguien se cae la gente se ríe. Aunque yo no me caí, más bien me tiraron. Así que tal vez nadie se rió. Supongo que, de hecho, nadie vio cuando me tiraron. Bueno, la cosa es que me robaron la mochila, así, de un jalón se la quisieron llevar. Pero yo no la solté. Por un rato, porque luego sí que la solté, ya que me había raspado. Y pues nada. Eso. Que no estoy muy bien, pero sí. Gracias, pues. Eso es lo que quiero decir. Gracias.


    Increíble, pensé, que me haya dicho tanto y tan poquito y tanto a la vez. Y luego me di cuenta de que ya estaba pensando como ella, tras apenas unos instantes de haberla conocido.


    —¿Necesitas ayuda? ¿Puedo hacer algo por ti? 

Me paré y estiré la mano hacia Cecilia, como invitándola a levantarse.


    —Pues no sé, gracias. Bueno, sí. Si tienes un celular, me gustaría llamar a mi casa. En mi mochila se llevaron el mío. ¡Mi papá me va a matar! —dijo ella con un puchero, y se soltó llorando otra vez.


    —No, no llores. Mira, te aseguro que tu papá va a entender que no fue tu culpa 
—empecé a decirle mientras sacaba mi celular con la otra mano—,  a cualquiera puede pasarle esto. No te preocupes. Te prometo que va a estar bien.


    En esa promesa deposité todas mis buenas intenciones. Creo que lo dije sólo por decirlo, para tratar de tranquilizarla. Pero cuando dejé de hablar y pude escuchar mis propias palabras, supe que tenían un verdadero significado: que yo iba a hacer lo que tuviera que hacer para que esa niña que estaba llorando en el piso, a mitad de la calle, estuviera bien muy pronto.


    Cecilia se limpió los ojos con la manga de su suéter, el suéter del uniforme de una escuela secundaria. Luego inhaló fuertemente por la nariz y pude escuchar cómo sorbió el moco que casi siempre nos produce el llanto. Después pasó las manos sobre su cabeza, como para aplacar su tupida, negra cabellera. Entonces tomó la mía, esa mano que permanecía estirada hacia ella, y se puso de pie.


     Yo la hubiera soltado en ese momento, pero ella convirtió el gesto en un saludo y, con una sonrisa que yo hubiera calificado como la más sincera que haya visto en la vida, me dijo:


    —¡Muchas gracias por tu ayuda! Por cierto, me llamo Cecilia…


    Su siguiente movimiento fue algo que ni en un millón de años hubiera visto venir. Fue a la vez un jalón que me llevó muy cerca de ella, como si fuéramos a darnos un abrazo; un arrebatón que dejó mis dedos estirados, los de la mano que Cecilia no sostenía en ese fuertísimo apretón del que no pude safarme, los de la mano en la que yo tenía mi celular para prestárselo; y un empujón que me mandó directo al piso, casi al lugar exacto del que apenas hacía un instante la había ayudado a pararse.


    —…¡y esto es un asalto! —terminó de decir, con una carcajada y una veloz carrera hacia la motoneta que la estaba esperando en la siguiente esquina.


    Me quedé allí, en la banqueta. Sobre la línea amarilla, en la mera orillita, abracé mi pierna izquierda y recargué la cabeza en mi rodilla. Estiré la pierna derecha hacia la calle. ¡Carajo!, pensé, eso me pasa por querer ayudar. Pero no lo vuelvo a hacer. No lo vuelvo a hacer. Entre la frustración y el susto, me ganó el llanto.


   Un segundo después se acercó una muchacha.


—¿Estás bien? ¿Necesitas ayuda? —escuché que me decía, genuinamente preocupada.


    Cuando alcé la mirada, me encontré con su mano. La tomé para ayudarme a ponerme de pie.


    —No es nada —le contesté—, sólo que me acaban de robar el celular, por confiar en la gente, y pues me da mucho coraje —terminé de decirle entre sollozos.

    —¡Híjole, qué mala onda! Pero pues sí, esas cosas pasan —sentenció. Y, sin dudarlo,  sacó un celular de su bolsa, me lo ofreció y preguntó —¿Quieres hacer una llamada?




2 comentarios:

  1. ay, me encantó!!, hasta me sacaste una lagrimita!!! :')

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    1. y además, es así, dices con toda la convicción "no lo vuelvo a hacer", pero no es cierto y afortunadamente, lo volvemos a hacer. :D

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