sábado, 13 de febrero de 2016

Sábado al mediodía

“Everybody should be quiet near a little stream and listen”
    -Ruth Krauss


    Aquí donde estoy no hay riachuelos, ni arroyos. De hecho, supongo que alguna vez hubo uno que no lo es más. Hoy en día, a ese sitio por el que antaño probablemente corriera agua, lo llaman Arroyo Seco. Creo, no, estoy casi segura de que está cerca del café en el que me encuentro sentada, con una taza vacía a mi lado y, sí, un vaso de agua.


    El agua en mi vaso no corre como la de los riachuelos. A menos que la dejara libre; que la derramara sobre la mesa roja, sobre el teclado de la máquina que también es roja, aunque en un tono menos oscuro, más brillante.


    Entonces, tal vez, en una especie de cascada doméstica y fugaz, el agua se desplomara en caída libre hasta el suelo de mosaicos de colores. Quiero creer que seguiría la ruta que marcan los bloques de tonos azules y verdes; esquivando los marrones y anaranjados, esos que son color tierra seca, color sol ardiente, color tarde candente.


    Tendría que virar, pasar por debajo de la banca que está pegada a la ventana: zona de alto riesgo porque la luz del mediodía entra abrasadora, estridente, y rebota y se proyecta en todas direcciones desde el alféizar de tono pálido, amarillo pálido.


    Sin embargo, la banquita es azul, y la mesa, y las cuatro sillas de enfrente también, y eso le daría al agua un remanso, un refugio. Desde la pata de la última silla hasta el primer escalón, son doce bloques más hacia la escalera. Una vez allí, el agua no tendría más que dejarse ir… dejarse ir.


    Ya en la calle, los pasos peatonales con sus cruces de franjas blancas podrían ayudarle, dejarla correr sobre ellos: primero por Meridian Avenue, y luego por Mission Street, una calle angostita como reto final. No creo que presentara mayor problema.


    Y luego, nada, llegar al barandal del puentecillo, deslizarse sobre él hasta el andén y de ahí otro salto, el último. El salto hacia las vías, el salto final.


    Porque en este sitio en donde estoy no hay un riachuelo que escuchar. El canto que se percibe desde aquí no lo emite el arroyo. Ese gorjeo lejano proviene del tren ligero al que ahora mismo veo pasar con su traca-ta, traca-ta. Lo oigo como al río que no está, que alguna vez estuvo. Lo escucho como al agua en mi vaso que me dice que se va, con el tren, a buscar un nuevo cauce.

    Quizás un día la siga. Hoy no. Hoy todavía permanezco. Pero un día, quizás, me suba al tren y viaje. Me sentaré, como ahora, junto a la ventana. Iré viendo el paisaje luminoso, seco, de los días calientes del sur de California. Pondré mucha atención porque tal vez en algún momento, a la distancia, acaso vislumbre el brillo de mi amiga el agua. Y así, sabré que he llegado.



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