El tiempo tiene arrugas y dobleces, fisuras y grietas; está lleno de recovecos en los que van cayendo las cosas que hacemos y las que no, las cosas con las que fantaseamos, con las que soñamos, las cosas a las que tememos y de las que nada queremos saber.
Y resulta que nosotros caminamos, con nuestros dos pies bien puestos sobre la tierra, tirando por aquí y por allá fragmentos de lo que somos. Ni cuenta nos damos de lo que se nos cae en esas rendijas de tiempo, hasta que de pronto un día, así porque sí, damos un paso en falso y vamos a parar a un oscuro resquicio en el que nos topamos de frente con un pedazo de nuestra historia, un trozo de la existencia que puede resultarnos familiar, o completamente desconocido.
Hoy yo caí por un agujero tal. Como muchas otras veces para mí, todo empezó cuando abrí un cajón de mi escritorio. Igual que en muchas otras ocasiones, andaba buscando una palabra, pero me encontré a una persona.
Es raro toparse con alguien que ya no existe. Un ser que vivió ya su vida entera, de principio a fin; por lo menos aquélla en la que uno los conoció. Porque yo no sé cuánto haya de cierto en ese asunto de las reencarnaciones; pero, si esta persona a la que hallé hoy tenía algo de razón en sus creencias, bien podría ser que él se encontrara ya viviendo otra vida, una en la que no sé si algún día lo conoceré.
Él solía decirme que no era nuestra primera vida juntos. En ésta que es la mía por el momento, él fue mi tío. No sé qué parentesco nos habrá unido antes. Y sobra decir que desconozco también el vínculo por el que podríamos volvernos a juntar.
Lo que sí sé es que hoy él estaba esperándome en ese cajón, agazapado en la página de un cuaderno hermoso y viejo. Allí lo había dejado aprisionado sin querer.
Hoy abrí ese cuaderno y cambié algunas de sus letras. Le di otro inicio a esa historia, la historia que escribí para hablar del final de esa vida suya en la que fue mi tío.
Un tachón con tinta a las palabras que en otro momento escribiera en lápiz, y ahora él está libre; al menos de esa línea en la que hace años apagué una luz, y después describí cómo la esencia de mi tío se iba quedado encerrada entre las cuatro paredes de un cuarto imaginario.
Hoy abrí las ventanas de aquel lugar. Dejé entrar el aire. Permití que la brisa corriera y se llevara el polvo, el sudor, el llanto.
Hoy decidí celebrar la vida de mi tío, en lugar de recordar su muerte. Porque sí, estoy convencida de que hoy, un día después del que hubiera sido su cumpleaños 65, mi tío vino a visitarme.
Si algo de lo que él me dijo tantas veces es cierto, hoy recibí la visita de un ser de luz que volvió a este mundo con antojo de pay de limón. Supongo que él hubiera preferido una generosa rebanada de los Coronado de Clavería, adornada con una capa de esponjoso merengue. Yo no sabía que era para él, así que compré en el supermercado un postre congelado con sabor a pay. Pero ahora que entiendo que el antojo no era mío, prometo buscar algo que se le parezca más a esa tarta que tanto le gustaba y comer una buena porción en su honor, después de cantarle las mañanitas.
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