Hubo un tiempo en que las manos iban bajo la nuca, sobre el pasto. Hubo un tiempo en que los ojos iban hacia el cielo, con las nubes. En ese entonces, las piernas parecían moverse por sí mismas, a su propio ritmo, que siempre era más veloz que el de la gente; toda la gente parecía ir más despacio. Los pies regían los caminos, y todas las rutas eran La Ruta.
Hubo un tiempo en que los sueños eran de día, en la vigilia. Hubo un tiempo en que la noche era aventura, vida. En ese entonces, el paisaje se presentaba pleno, sin muros ni puertas ni cercas, y estar perdido era estar en casa. Las brújulas dormían en un cajón, los mapas no se habían inventado.
Hubo un tiempo en que cada ladrillo era de oro, y fuimos colocándolos a nuestro paso. Creímos estar construyendo un castillo fantástico, en donde guardaríamos todos los tesoros del mundo que eran, todos, nuestros. Nos hipnotizó tanto brillo. Levantamos paredes a destajo y, en un momento, ya no era posible andar más allá. Por suerte, colocamos esa ventana que, todavía hoy, permanece abierta.
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