Escuché algo como el ruido de una puerta al cerrarse. Fue sólo un golpe, duro y seco. Certero. De inmediato corrí con la intención de alcanzarlo. Pero se había ido.
El dolor de tal fracaso me tiró al suelo. Allí, a los pies de ese sillón sobre el que me había pasado tardes enteras sin hacer otra cosa que oírlo andar de aquí para allá, el sonido de su paso rebotando en las paredes con el tic tac de aquél reloj que nunca antes había llamado mi atención, pero al que ahora miraba con recelo pues representaba el único testigo de mi más amarga derrota.
¿Qué habría hecho mal?, me preguntaba. ¿Será que algo hice bien? El pasado había caído sobre mi cabeza de pronto, como un lingote de oro, pesado y deslumbrante con el brillo de todo lo que ya nunca podría llegar a suceder. Eso, sobre todo, era lo que me atormentaba: pensar en todas esas cosas que hubiera podido hacer con él pero que jamás hice, esas cosas que ahora ya nunca serían realidad.
Permanecí de rodillas en el piso, incapaz siquiera de romper en llanto. La luz se fue desvaneciendo hasta que sólo el resplandor del reloj en la pared iluminaba el cuarto. Alcé la cara y me quedé mirando esas manecillas que, ahora me daba cuenta, se habían dejado de mover.
Fue entonces que pude ponerlo en palabras, esto que ya no tenía solución. Fue entonces que ya no pude evitar entenderlo, pues lo tenía bien claro frente a mi ojos, aunque éstos estuvieran ya cerrados. No había marcha atrás. No había más camino por delante. Mi tiempo se había terminado.
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