jueves, 3 de noviembre de 2016

Dos-de-noviembre

La casa huele a cempasúchil, a pan de muerto, y  al café con leche que recién preparé para la ofrenda. El ambiente es tibio en contraste con el leve frescor que se cuela a través de las ventanas abiertas, por donde también pasa el sonido de los autos que recorren despacio la breve calle en la que ahora vivo; el trinar de los pájaros sobre los árboles camino al parque; los pasos de dos o tres peatones, alguno acompañado por su perro, alguno otro por sus hijos pequeños; el canto de las campanas de viento suspendidas por un cordón transparente frente a la puerta de la vecina.

    El gato va de habitación en habitación, de ventana en ventana. En alguna de sus vueltas, llega a la cocina y se encuentra conmigo que leo junto al plato con los restos del pan que comí de desayuno. De un solo salto, el gato sube a la mesa y aterriza a un centímetro del plato, inspecciona las moronas con la nariz, y de inmediato las rechaza como algo que no le interesa probar. Entonces levanta la cara, me mira de frente y maúlla. Yo lo alzo en un abrazo que lo pega a mi pecho, rasco suavemente su cabeza, y le doy un beso. Él ronronea un instante, y al instante siguiente me empuja con la pata, da un brinco hacia el suelo y, muy tranquilo, se aleja.

    Lo veo subir al sillón de la sala, acomodarse en la hendidura de entre los cojines, comenzar a acicalarse lamiendo sus patas, su cola, su cuello. Se acerca el mediodía: es hora de su siesta.

    Yo voy a poner agua a hervir mientras lavo los trastes que se quedaran varados a orillas de mi lectura. Cuando el agua esté lista, haré una taza de té de limón. Voy a pasarme a la sala y encenderé una vela, pondré algo de música y regresaré a la terraza en la novela, allí donde un gato se prepara a tomar una siesta. Junto a él, la muerte aguarda vestida de anciana; una triste vieja que, con un finísimo hilo negro, teje el mantón con el que ha de cubrir a esa otra mujer que no sabe aún que ya la esperan.








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